Acaba de cumplir 90 años y de enlazar dos vuelos para llegar
desde Inglaterra al debate en que participa en Burgos. Está cansado, lo
admite nada más empezar la entrevista, pero se expresa con tanta calma
como claridad. Se extiende en cada explicación porque detesta dar
respuestas simples a cuestiones complejas. Desde que planteó, en 1999,
su idea de la “modernidad líquida” —una etapa en la cual todo lo que era
sólido se ha licuado, en la cual “nuestros acuerdos son temporales,
pasajeros, válidos solo hasta nuevo aviso”—, Zygmunt Bauman es una
figura de referencia de la sociología. Su denuncia de la desigualdad
creciente, su análisis del descrédito de la política o su visión nada
idealista de lo que ha traído la revolución digital lo han convertido
también en un faro para el movimiento global de los indignados, a pesar
de que no duda en señalarles las debilidades.
Este polaco (Poznan, 1925) era niño cuando su familia, judía,
escapó del nazismo a la URSS, y en 1968 tuvo que abandonar su propio
país, desposeído de su puesto de profesor y expulsado del Partido
Comunista en una purga marcada por el antisemitismo tras la guerra
árabe-israelí. Renunció a su nacionalidad, emigró a Tel Aviv y se
instaló después en la Universidad de Leeds, que ha acogido la mayor
parte de su carrera. Su obra, que arranca en los años sesenta, ha sido
reconocida con premios como el Príncipe de Asturias de Comunicación y
Humanidades de 2010, junto a su colega Alain Touraine.
Se le considera un pesimista. Su diagnóstico de la realidad en
sus últimos libros es sumamente crítico. En ¿La riqueza de unos pocos
nos beneficia a todos? (2014) explica el alto precio que se paga hoy por
el neoliberalismo triunfal de los ochenta y la “treintena opulenta” que
siguió. Su conclusión: que la promesa de que la riqueza de los de
arriba se filtraría a los de abajo ha resultado una gran mentira. En
Ceguera moral (2015), escrito junto a Leonidas Donskis, alerta de la
pérdida del sentido de comunidad en un mundo individualista. En su nuevo
ensayo vuelve a las cuatro manos, en diálogo con el sociólogo italiano
Carlo Bordoni. Se llama Estado de crisis y trata de arrojar luz sobre un
momento histórico de gran incertidumbre. Paidós lo publica en España el
día 12.
Bauman vuelve a su hotel junto al filósofo español Javier Gomá,
con quien ha debatido en el marco del Foro de la Cultura, un ciclo que
celebrará su segunda edición en noviembre y trata de convocar en Burgos a
los grandes pensadores mundiales. Él es uno de ellos.
PREGUNTA. Usted ve la desigualdad como una “metástasis”. ¿Está en peligro la democracia?
Ha sido una catástrofe arrastrar la clase media al
precariado. El conflicto ya no es entre clases, sino de cada uno con la
sociedad”
RESPUESTA. Lo que está pasando ahora, lo que podemos llamar la crisis
de la democracia, es el colapso de la confianza. La creencia de que los
líderes no solo son corruptos o estúpidos, sino que son incapaces. Para
actuar se necesita poder: ser capaz de hacer cosas; y se necesita
política: la habilidad de decidir qué cosas tienen que hacerse. La
cuestión es que ese matrimonio entre poder y política en manos del
Estado-nación se ha terminado. El poder se ha globalizado pero las
políticas son tan locales como antes. La política tiene las manos
cortadas. La gente ya no cree en el sistema democrático porque no cumple
sus promesas. Es lo que está poniendo de manifiesto, por ejemplo, la
crisis de la migración. El fenómeno es global, pero actuamos en términos
parroquianos. Las instituciones democráticas no fueron diseñadas para
manejar situaciones de interdependencia. La crisis contemporánea de la
democracia es una crisis de las instituciones democráticas.
P. El péndulo que describe entre libertad y seguridad ¿hacia qué lado está oscilando?
R. Son dos valores tremendamente difíciles de conciliar. Si tienes
más seguridad tienes que renunciar a cierta libertad, si quieres más
libertad tienes que renunciar a seguridad. Ese dilema va a continuar
para siempre. Hace 40 años creímos que había triunfado la libertad y
estábamos en una orgía consumista. Todo parecía posible mediante el
crédito: que quieres una casa, un coche… ya lo pagarás después. Ha sido
un despertar muy amargo el de 2008, cuando se acabó el crédito fácil. La
catástrofe que vino, el colapso social, fue para la clase media, que
fue arrastrada rápidamente a lo que llamamos precariado. La categoría de
los que viven en una precariedad continuada: no saber si su empresa se
va a fusionar o la va a comprar otra y se van a ir al paro, no saber si
lo que ha costado tanto esfuerzo les pertenece… El conflicto, el
antagonismo, ya no es entre clases, sino el de cada persona con la
sociedad. No es solo una falta de seguridad, también es una falta de
libertad.
P. Afirma que la idea del progreso es un mito. Porque en el pasado la gente confiaba en que el futuro sería mejor y ya no.
R. Estamos en un estado de interregno, entre una etapa en que
teníamos certezas y otra en que la vieja forma de actuar ya no funciona.
No sabemos qué va a reemplazar esto. Las certezas han sido abolidas. No
soy capaz de hacer de profeta. Estamos experimentando con nuevas formas
de hacer cosas. España ha sido un ejemplo en aquella famosa iniciativa
de mayo (el 15-M), en que esa gente tomó las plazas, discutiendo,
tratando de sustituir los procedimientos parlamentarios por algún tipo
de democracia directa. Eso probó tener una corta vida. Las políticas de
austeridad van a continuar, no las podían parar, pero pueden ser
relativamente efectivos en introducir nuevas formas de hacer las cosas.
P. Usted sostiene que el movimiento de los indignados “sabe cómo despejar el terreno pero no cómo construir algo sólido”.
R. La gente suspendió sus diferencias por un tiempo en la plaza por
un propósito común. Si el propósito es negativo, enfadarse con alguien,
hay más altas posibilidades de éxito. En cierto sentido pudo ser una
explosión de solidaridad, pero las explosiones son muy potentes y muy
breves.
P. Y lamenta que, por su naturaleza “arco iris”, no cabe un liderazgo sólido.
R. Los líderes son tipos duros, que tienen ideas e ideologías, y la
visibilidad y la ilusión de unidad desaparecería. Precisamente porque no
tienen líderes el movimiento puede sobrevivir. Pero precisamente porque
no tienen líderes no pueden convertir su unidad en una acción práctica.
El 15-M, en cierto sentido, pudo ser una explosión de solidaridad, pero las explosiones son potentes y breves”
P. En España las consecuencias del 15-M sí han llegado a la política. Han emergido con fuerza nuevos partidos.
R. El cambio de un partido por otro partido no va a resolver el
problema. El problema hoy no es que los partidos sean los equivocados,
sino que no controlan los instrumentos. Los problemas de los españoles
no están confinados al territorio español, sino al globo. La presunción
de que se puede resolver la situación desde dentro es errónea.
P. Usted analiza la crisis del Estado-nación. ¿Qué opina de las aspiraciones independentistas de Cataluña?
R. Pienso que seguimos en los principios de Versalles, cuando se
estableció el derecho de cada nación a la autodeterminación. Pero eso
hoy es una ficción porque no existen territorios homogéneos. Hoy toda
sociedad es una colección de diásporas. La gente se une a una sociedad a
la que es leal, y paga impuestos, pero al mismo tiempo no quieren
rendir su identidad. La conexión entre lo local y la identidad se ha
roto. La situación en Cataluña, como en Escocia o Lombardía, es una
contradicción entre la identidad tribal y la ciudadanía de un país.
Ellos son europeos, pero no quieren ir a Bruselas vía Madrid, sino desde
Barcelona. La misma lógica está emergiendo en casi todos los países.
Seguimos en los principios establecidos al final de la Primera Guerra
Mundial, pero ha habido muchos cambios en el mundo.
P. Las redes sociales han cambiado la forma en que la gente protesta,
o la exigencia de transparencia. Usted es escéptico sobre ese
“activismo de sofá” y subraya que Internet también nos adormece con
entretenimiento barato. En vez de un instrumento revolucionario como las
ven algunos, ¿las redes son el nuevo opio del pueblo?
R. La cuestión de la identidad ha sido transformada de algo que viene
dado a una tarea: tú tienes que crear tu propia comunidad. Pero no se
crea una comunidad, la tienes o no; lo que las redes sociales pueden
crear es un sustituto. La diferencia entre la comunidad y la red es que
tú perteneces a la comunidad pero la red te pertenece a ti. Puedes
añadir amigos y puedes borrarlos, controlas a la gente con la que te
relacionadas. La gente se siente un poco mejor porque la soledad es la
gran amenaza en estos tiempos de individualización. Pero en las redes es
tan fácil añadir amigos o borrarlos que no necesitas habilidades
sociales. Estas las desarrollas cuando estás en la calle, o vas a tu
centro de trabajo, y te encuentras con gente con la que tienes que tener
una interacción razonable. Ahí tienes que enfrentarte a las
dificultades, involucrarte en un diálogo. El papa Francisco, que es un
gran hombre, al ser elegido dio su primera entrevista a Eugenio
Scalfari, un periodista italiano que es un autoproclamado ateísta. Fue
una señal: el diálogo real no es hablar con gente que piensa lo mismo
que tú. Las redes sociales no enseñan a dialogar porque es tan fácil
evitar la controversia… Mucha gente usa las redes sociales no para unir,
no para ampliar sus horizontes, sino al contrario, para encerrarse en
lo que llamo zonas de confort, donde el único sonido que oyen es el eco
de su voz, donde lo único que ven son los reflejos de su propia cara.
Las redes son muy útiles, dan servicios muy placenteros, pero son una
trampa.
Entrevista extreta de la web "Sociología crítica", per a accedir-hi
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